lunes, 15 de diciembre de 2008

Tan cerca de la extinción.

Tunc autem facie ad faciem


(Sebastián Rueda)





Soy un hombre común, que disfruta el caminar por las calles de las ciudades. Me gusta hablar con aquellos que son distintos. Existen infinitas subculturas escondidas detrás de los rostros de los que deambulan por ahí, disfruto de descubrirlas. Soy entonces, un filántropo, que se deleita en conocer las múltiples tribus que nos componen, sin ser conocido...
Sé que debo callar más cada día, molesta mi punto de vista. Y nada gano yo, complicando a las hordas de ciegos, por decir que existe más en el mundo que lo que creen ver... Soy amigo de gente extraña y sabia, que, escondida en las sombras, espera. Y sé de cosas que aterrarían a muchos pero que a mi juicio olerán a justicia si han de ocurrir...

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Terriblemente borracho, un fin de semana que ya no recuerdo, conocí a Ismael. Típica charla de borrachos, terminamos hablando de todos los temas que destila el alcohol: política con y sin calzoncillos, ciencia versus naturaleza, religión y transformismo, soledades con portaligas, atómicas bombas y bikinis. Y estábamos en el fin de la humanidad, cuando el alba nos sorprendió abrazados, llorando como dos niños, agarrando las botellas, asiendo las barbas de Baco, mientras nos echaban a la calle...

Era Ismael por ese entonces un extraño personaje que se ganaba la vida vendiendo orfebrería en una feria artesanal. Nunca faltaba un mate amargo en su tiendita, ni gente tan bizarra como él, para conversar. Huelgan las palabras para decir que en ese lugar descubrí qué es la felicidad: Contemplar el atardecer, mate en mano, frente a dos ojos claros que te sonríen...

Claro que no por ser el novio de la prima de Ismael me fue fácil integrarme a su fauna familiar...

Me resulta extraño decirlo, pero, ellos eran más raros que yo. Jamás discutían. Parecían tener infinita paciencia. Pasaban largas horas mirándose cara a cara, sin pestañear. Pocas veces veían televisión, leían mucho, reían mucho. Pero lo más raro siempre, eran sus miradas, con grandes ojos, silenciosas.
Tampoco ingerían carne. Quizás algo de queso y huevos. —¿Lacto-ovo-vegetarianos? —Pregunté una vez a Ismael, el se rió.—Algunos ni eso: Veganianos —Me contestó (Yo no lo entendí).
—Veganianos, gil. Los que no comen ningún alimento de origen animal.
—Aaaah... —le contesté
Conseguí, al pasar los meses, que me aceptaran como uno más. Y hasta me casé con esos ojitos de miel que iluminaban mis ocasos. Como efecto colateral empecé a ir a sus extrañas reuniones sociales. Debo reconocer que ellos son magníficos bailarines, pero hablaban muy poco. Me aburro como una ostra en esas reuniones.

Llego ahora al punto de la narración en que se puede inclinar la balanza.
Trataré de ser objetivo, téngame paciencia, deje que me explique...

¿Quién sabe qué es lo bueno? ¿Qué lo justo? ¿Para qué sirve el poder?
Sé, por ser hombre y por haber estado enamorado, que se puede dejar todo por un beso. Sólo sabe el padre, que hasta la vida es sacrificable por salvar a un hijo ¡Sin duda!
No entiendo entonces si son las cosas pequeñas las que verdaderamente importan, por qué estamos tan cerca de los abismos...
Tan cerca de la extinción...